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La naturaleza bajo la férula de la ley El Parque Nacional Desierto de los Leones | parte 1

Los parques nacionales expresan, de distintos modos, la voluntad del ser humano para mantener una porción del paisaje ajena a las transformaciones implicadas en la urbanización o el crecimiento de las áreas destinadas a la agricultura y la ganadería. En México, la creación del primer parque nacional data del año de 1917, cuando Venustiano Carranza expidió un decreto para conservar el patrimonio forestal, e incluso histórico, del Desierto de los Leones.

En el principio era la naturaleza
La latitud y la altitud del terreno, combinadas con la cantidad de agua que hu - biera disponible en los alrededores, definían el aspecto que cobraba esa misma naturaleza a los ojos que llegaran a contemplarla. Definían, asimismo, la presen - cia de ciertas formas de vida, su cantidad, su organización, su muta dependen - cia. Grandes árboles de follaje perenne, arbustos escuálidos, cactus y palmeras. Mamíferos tan grandes como elefantes o tan pequeños como las musarañas, reptiles, aves.

Entonces llegó la civilización. El paulatino alejamiento de la naturaleza por parte de grupos humanos. Un alejamiento que implicaba la transformación del pai - saje, en ocasiones súbita, para alojar terrenos de labranza o pastoreo, casas de distinta forma y tamaño, edificios de gobierno, de culto y de comercio, plazas y caminos. De manera paulatina, la naturaleza se retiraba ante la presencia de los grupos humanos. Ciertamente, en un primer momento, las escasas capaci - dades técnicas de estos grupos no les permitían sino realizar las modificaciones elementales para acomodarse y acomodar aquello que requiriera su subsisten - cia. Sin embargo, aunque aplanar un terreno o abrir una oquedad de buenas dimensiones en una montaña era impensable, sí era posible, por ejemplo, derri - bar un bosque completo para construir embarcaciones, o andamios, o muebles. La tecnología siguió su marcha imparable. La fuerza de las personas y de las bestias pronto fue sustituida por la fuerza de las máquinas para elaborar artí - culos diversos. Las máquinas, a su vez, se aplicaron a la transformación a fondo del paisaje, de modo que otras máquinas pudieran transitar sin complicaciones y, mejor aún, los seres humanos pudieran vivir donde fuera de su agrado, y no donde buenamente pudieran nivelar el terreno para levantar una casa en las condiciones más precarias.

El aumento de la población mundial ocurrido durante el siglo XIX tuvo una serie de efectos colaterales nocivos para las distintas formas de vida en el planeta. La primera de ellas, el aumento en los niveles de contaminación del aire, del suelo y de las aguas, lo que era percibido por cualquiera, pero que igual lo pasaba por alto dado que no se sabía qué efectos tendría sobre la salud y sobre el medio ambiente. Era, a todas luces, algo desagradable, pero nada más. La segunda, co - nectada con la anterior, el paulatino crecimiento de los centros urbanos por vía de la inmigración de todos los que, hartos de la penuria y la incertidumbre de la vida rural, emigraban rumbo a las ciudades para encontrar, si no la riqueza y la felicidad, sí al menos una pobreza más llevadera. Tercera, también ligada de for - ma indisoluble a las otras dos, la progresiva desaparición de las áreas forestales, ya fuera para emplear la madera en durmientes de ferrocarril —el símbolo de la modernidad por excelencia— y otros objetos, para acceder a alguna otra clase de recursos del subsuelo o, simplemente, porque estorbaban en la construcción de carreteras o de las áreas periféricas de las mismas ciudades.




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