OSCAR NIEMEYER
Y LA PLENITUD DEL CONCRETO

La carrera de Oscar Niemeyer, como su vida misma, fue larga, productiva, exitosa y plena. Una vida envidiable en toda la extensión de la palabra. Y, por si fuera poco, el genio brasileño llegó a su cita con la muerte —a pocos días de su cumpleaños número 105— cansado, como es natural, pero muy despierto. Activo hasta el final, Niemeyer siguió dirigiendo proyectos y atendiendo a sus alumnos en su cuarto de hospital durante su última recaída. De la integridad de sus facultades queda constancia en las numerosas entrevistas que le fueron hechas en sus últimos años, en las que, sin dificultad, recordaba episodios y detalles de su niñez y adolescencia, como, por ejemplo, el nombre del muchachito —Olavo Bahila— que en el segundo año del colegio —equivalente a la secundaria— le ganó el primer lugar de aprovechamiento de su grupo. Mas hay que tener cuidado a la hora de interpretar esta anécdota, pues el propio Niemeyer reconocía sin ambages que no había sido —al menos en su primera juventud— un estudiante aplicado y que, en un momento dado, nada le importaba más que el futbol y los placeres ofrecidos por las prostitutas del alegre barrio carioca de Lapa.

Por parte de su madre, Niemeyer fue descendiente de una familia de ingenieros alemanes que llegó a Lisboa a finales del siglo XVIII, con el objetivo de trabajar para la Corona portuguesa, y luego emigraron a Brasil en 1808, acompañando a la Corte en el exilio. Sin embargo, lo más probable es que fuera su amor por el dibujo, más que otra cosa, lo que llevó a Niemeyer a estudiar arquitectura. Sea como fuera, la verdad es que el encuentro con esta disciplina cambió la vida del joven quien, a partir de ese momento, dedicó todas sus fuerzas a seguir la ruta de su vocación.

La gran mayoría de los estudiosos de la obra de Niemeyer coinciden en que una de las influencias más importantes en el desarrollo de su lenguaje creativo —si no es que la más determinante de todas— fue la de Le Corbusier, cuyos principios de composición le llegaron, en primer lugar, a través de Lucio Costa, otro gran arquitecto brasileño, en cuyo estudio entró a trabajar en 1935, después de recibirse. Tres años más tarde, Niemeyer tuvo la oportunidad de trabajar directamente con el maestro suizo —que para entonces ya había adoptado la nacionalidad francesa—, durante la visita que hizo este a Río de Janeiro con la finalidad de ayudar a Costa a diseñar el edificio del Ministerio de Educación y Salud. El énfasis que, por lo general, se pone en esta conexión —algo que para muchos arquitectos sería un gran motivo de orgullo-, no parece haber sido muy del agrado de Niemeyer quien, sin llegar al extremo de desmentirla, siempre sostuvo que su estilo era muy distinta al de aquel, “La mayor influencia que recibí de Le Corbusier – explicó el brasileño en una entrevista-, que me acompañó toda la vida, fue cuando me dijo: “la arquitectura es una invención”, y luego abunda; “Mi arquitectura es muy simple; quiero hacer algo diferente”. En cualquier caso, es evidente que existió entre Costa, Niemeyer y Le Corbusier una interrelación muy compleja y, en último análisis, fructífera.

Con todo y que el citado edificio fuel el primer gran éxito de su carrera, a punto estuvo de no haberle dado crédito alguno a Niemeyer. Según cuenta una anécdota, cuando Le Corbusier se fue de Río – sin haber terminado el diseño-, Niemeyer llego a la oficina de Costa con una revisión de proyecto bajo el brazo, para encontrarse con que su amigo había sido nombrado director de la obra. No se sabe si aliviado o frustrado, Oscar arrojó el diseño por la ventana. Costa, más que consciente del talento del joven arquitecto, mandó a un subordinado a recuperar el dibujo, que posteriormente pasaría a ser la base del proyecto final.

A pesar de lo reconocible del estilo de Niemeyer —sobre todo, del que empleó en sus construcciones monumentales—, no resulta tan fácil de definir como podría imaginarse. “Sinuoso, abierto, futurista”, son algunos de los adjetivos que se utilizan con más frecuencia para describirlo. En otro momento, el maestro brasileño contó: “Recuerdo que un día Le Corbusier dijo: ‘Tienes las montañas de Río en los ojos’”. Como de costumbre, Niemeyer se rebeló ante el intento de encerrarlo a él, el gran epigramático, en una fórmula sencilla: “Pero no es así, también tengo otras cosas”, dijo, mientras continuaba dibujando un paisaje montañoso con detalles que sugieren el cuerpo de una mujer recostada. Quizá lo que habría que entender es que, para Niemeyer, el punto de arranque no son las ondulaciones de una colina en especial, o del cuerpo de una mujer en particular, o de tal o cual costa, sino la curvatura subyacente al orden natural.

Como todos los grandes creadores, la personalidad de Niemeyer tuvo sus lados enigmáticos. Su relación con la religión, y en particular con la Iglesia católica, por ejemplo, recuerda mucho el caso de aquel otro famoso ateo, Luis Buñuel, quien toda la vida mantuvo un activo diálogo, tanto a nivel personal como teórico, con esa confesión. De igual manera, el arquitecto carioca, a pesar de sus convicciones comunistas, le dedicó al servicio religioso dos de sus obras maestras: la iglesia de San Francisco de Asís, ejemplo temprano de la saturación de líneas curvas, y la catedral de Brasilia, cuyo diseño minimalista se basa en un único elemento repetido dieciséis veces. La motivación exacta detrás de estos sublimes trabajos sigue siendo un misterio, lo cual tal vez sea, al menos en parte, la razón de que las autoridades eclesiásticas de Minas Gerais tardaran más de quince años en autorizar la consagración de la primera. En su vejez, Niemeyer pareció incluso haber puesto por momentos en duda el valor de la arquitectura misma:

Un día soñé que abría la ventana de mi apartamento —cuenta en el documental El arquitecto del siglo— y Río era diferente: la ciudad se había alejado un kilómetro del mar. Me desperté y al bajar [a la calle] me espanté de ver que no habían cui- dado a la naturaleza. Hoy la estamos sacrificando en Brasil. ¡Qué bonito sería Río sin personas! La naturaleza virgen, las playas, las montañas, todo eso. Intacto.

A pesar de contradicciones como estas y de las opiniones encontradas de críticos y observadores, Niemeyer gozó toda su vida del aprecio de la mayoría de sus compatriotas y fue recibido como héroe a su regreso en la década de 1970, después de caer la dictadura que le había hecho imposible trabajar en su país.

Tras su fallecimiento, el 5 de diciembre de 2012, el cuerpo del “más grande brasileño del siglo XX” fue velado en Brasilia, la ciudad que ayudó a crear desde cero, pero enterrado en su amado Río de Janeiro.